Hubo quienes dudaron seriamente de la posibilidad de volverle a ver en vida. Hoy Samer Issawi, de 34 años, pasea por las calles de su villa, que discurren aparentemente apacibles entre las faldas mismas del conflicto entre israelíes y palestinos. Recibe en la casa de sus padres las visitas de amigos, conocidos y un sinfín de admiradores que acuden a diario a verle para tomarse fotos con él y escuchar de su suave voz las historias de su década en prisión y la huelga de hambre de 287 días que le dejó sólo con un hilo de vida, determinado a lograr su liberación para seguir luchando por el final de la ocupación y por la declaración de un Estado palestino. “Lo que mi hijo ha logrado no lo han conseguido gobiernos”, dice su madre, Laila, de 65 años.
Participación en una organización ilegal. Intento de homicidio. Posesión de explosivos. Esos son los cargos por los que la justicia israelí condenó en 2002 a Issawi a 26 años de prisión. Eran los días de la segundaintifada. Se le había arrestado en Ramala. “Llevaba conmigo mi arma”, admite hoy, sin dar muchos detalles sobre aquella condena. Fue liberado en 2011, en un acuerdo, orquestado por Egipto, en el que el gobierno de Israel aceptó excarcelar a 1.027 palestinos a cambio del soldado Gilad Shalit, capturado por el grupo islamita Hamás en la frontera con Gaza. Las condiciones de su abandono de prisión estaban claras: desistir de la lucha armada y no pisar Cisjordania. Fue arrestado menos de un año después en Hizma, una villa a medio kilómetro de Jerusalén, y devuelto a prisión.
Hace un año Issawi pesaba 47 kilos. Sólo consumía agua con sal y algunos nutrientes para aguantar su huelga de hambre. En sus comparecencias ante el juez aparecía débil, incapaz de razonar y, en ocasiones, articular una frase entera. Su solo nombre incendiaba entonces las calles palestinas. “Yo me creía en mi derecho de protestar. El apoyo que me llegaba desde fuera de prisión me daba fuerzas”, dice hoy. Recuerda también los nombres de aquellos palestinos que murieron en centros de detención y cárceles israelíes el año pasado, como Arafat Yadarat, de 30 años, fallecido cuando estaba bajo custodia del ejército para ser interrogado. “Hubo sacrificios más grandes que el mío”, dice.
Issawi no es hoy un ídolo, es algo más. Un grupo de 18 niñas de secundaria, varias con el icónico pañuelo palestino al cuello, entran en su salón y escuchan sus consejos. “La educación es lo más importante para nuestro pueblo. No dejéis que os convenzan de que os debéis quedar en la cocina”, les dice. Luego les cuenta cómo vivió una década compartiendo un módulo de unos 40 metros cuadrados con otros siete prisioneros. “Había entre nosotros profesores, doctores, historiadores. La cárcel se convirtió en una universidad. Pensaban que iban a quebrarnos. Pero entre rejas sólo aprendimos más sobre nuestra historia y nuestra determinación se hizo más fuerte”, dice.
Desde las ventanas de su salón se ve en la lontananza el asentamiento de Maale Adumim, casi 40.000 habitantes en zona ocupada cisjordana. Issawiya, su villa, está en las faldas orientales del monte Scopus, a las afueras de Jerusalén. No muy lejos queda la zona conocida como E1, donde desde 2009 Israel ha amagado con expandir las colonias para cubrir de un manto judío buena parte del este de Jerusalén, algo que complicaría la voluntad palestina de mantener también su capital nacional en esa milenaria ciudad. Jerusalén es innegociable para Issawi. “Supe que volvería aquí. Muerto o victorioso. Esa certeza, y nuestra hambre de libertad, me dio fuerzas", dice.
En febrero el presidente palestino, Mahmud Abbas, llegó a pedir en una carta al secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki Moon, que intercediera para facilitar la liberación de Issawi y otros presos que como él habían entrado en huelga de hambre. “La situación puede quedar fuera de control si sus vidas no se salvan”, dijo el gobernante entonces, cuando había voces que clamaban por una tercera intifada. Israel, finalmente, aceptó liberar a Issawi tras solo ocho meses de encarcelamiento. Previamente se había ofrecido a deportarle al extranjero o a excarcelarle en Gaza, algo a lo que él se negó rotundamente. Quedó en libertad el 23 de diciembre.
Las asociaciones de víctimas israelíes de ataques palestinos ven en Issawi el ejemplo de lo que las liberaciones de presos como gestos de buena voluntad pueden conllevar. “Se le liberó con la condición de que no volviera al terrorismo y no violara las condiciones que se le impusieron”, dice hoy Meir Indor, el presidente de Al Magor, una de esas agrupaciones. “El que es un asesino será siempre un asesino. Es una vergüenza que Israel renuncie a actuar con determinación ante el terrorismo por las presiones políticas de la comunidad internacional”, añade. Con gran resistencia pública, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ha aprobado la liberación, en tandas, de 104 presos palestinos para reactivar el proceso de paz. Issawi no entra en ese grupo, su caso es aislado.
Issawi no acepta el epíteto de terrorista, y muestra indignación ante él. “Los terroristas son los que ocupan nuestras tierras”, dice. “De acuerdo con la legislación internacional la resistencia, pacífica o no, es el derecho de aquellos a los que les ocupan ilegalmente sus tierras. Es nuestro derecho”. El promete seguir luchando por él. No desde la política. “Quiero seguir en las calles, haciendo lo que esté en mi mano por acabar con la ocupación”.
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